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La ‘amenaza comunista’: un eco seco del pasado

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Javier Franzé
Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid

Desde que Podemos e Izquierda Unida formalizaron su alianza de cara a las elecciones del 26-J, el fantasma del comunismo ha vuelto a escena. Quienes agitan este impensado retorno buscan evocar el totalitarismo soviético imaginándolo como un freno a las aspiraciones de Unidos Podemos.

Las transformaciones que la vida política española viene experimentando en los últimos años son sobre todo, y en primer término, culturales. El movimiento tectónico comenzó con las protestas por la participación en la Guerra de Irak, siguió con el rechazo de la gestión gubernamental de los atentados de Atocha y se manifestó abiertamente ya con el 15-M, la ‘crisis’ y la ulterior aparición de Podemos en 2014.

El hilo rojo de este largo sacudón es probablemente el rechazo de la visión jerárquica y patrimonialista de las élites españolas, que entienden la relación entre ciudadanía y cosa pública como si de un sacrificado padre guiando a  menores de edad se tratara. Esto fue lo que latía bajo la decisión de participar en la Guerra de Irak, de ocultar a la ciudadanía las pistas del ataque terrorista a los trenes, y de la gestión de la crisis, desde el viraje de Zapatero en mayo de 2010 hasta el olvido de las promesas electorales protagonizado por el PP tras su triunfo en 2011.

Este patrimonialismo es también el de las palabras y los significados. En efecto, el comunismo, inexistente ya como potencia amenazante para el mundo occidental y cuya manifestación más robusta es aliada de éste, es no obstante presentado como maldición cuando se alía con Podemos. No importa que el comunismo en España haya sido alabado por el propio discurso oficial —el del bipartidismo y los medios hegemónicos— por su participación ‘seria’ y ‘sacrificada’ en la Transición, ni que el Partido Comunista de España haya sido probablemente —junto con el Partido Comunista Italiano— la formación más vinculada a la lucha por las libertades liberales contra una dictadura amiga de los fascismos, ni que Izquierda Unida se haya aliado con el Partido Socialista en las elecciones nacionales de 2000. Para este discurso oficial, comunismo sigue significando lo que significó durante la Guerra Fría para el ala más dura de las élites occidentales… y para el franquismo.

Otro tanto ocurre con la caracterización que el candidato de Podemos ha hecho de su programa electoral como ‘socialdemócrata’. El discurso oficial no acepta tal descripción con el contundente argumento de que… socialdemócrata es el Partido Socialista Obrero Español. ¿Por qué lo es? Pues porque lleva el nombre de socialista. Pero, claro, si de nombres se trata, también se llamaban socialista la formación nazi (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) y la que protagonizó la revolución rusa (Partido Obrero Socialdemócrata Ruso). Por no decir que socialista se llamaba el PSOE antes y después de abandonar el marxismo en 1979, tal como había ocurrido con su partido hermano alemán veinte años antes en Bad Godesberg.

Del mismo modo, comunista se llamaban los partidos italiano y español antes y después de abrazar el eurocomunismo y de criticar el sistema soviético. Sin embargo, no se llamaba así el movimiento (26 de Julio) que llegó al poder en Cuba en 1959, contando con el recelo de algunos partidos comunistas latinoamericanos como el argentino y hasta de los propios comunistas cubanos, que habían apoyado a Batista y se agrupaban en el Partido Socialista Popular (¡¿pero cómo, no eran comunistas?!)

En definitiva, parece que los significantes no tienen un sentido esencial, literal, congelado, sino que la cuestión es el significado contingente que logran evocar. Si la política consiste precisamente en esa lucha por el sentido, no hay manera más ineficiente —para conseguir los propios fines— de entenderla que creerse el aserto de Humpty Dumpty en Alicia en el País de las Maravillas: “Cuando yo uso una palabra quiere decir lo que yo quiero que diga, ni más ni menos”. Sí, pero siempre que los demás hagan propio tal uso. El sentido no es una foto, sino una película.

Quizá no hay mayor síntoma del declive en el que está la cultura política de la Transición que su debilidad para nombrar las cosas. Esta flaqueza no se debe a su incapacidad para encontrar las palabras justas, sino para crear sentido con las palabras que se utiliza. Para bautizar, incluso cuando de recrear un fantasma nuevo se trata. La insistencia en significados antiguos, que ya no tienen eco social, no es más que un modo —literario, eso sí— de pertenecer al pasado.


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